Antes
de todo, Juan Rego era un pionero,
un paciente emprendedor del tiempo,
un calmo misionero del espacio.
El aqui y el ahora para Juan Rego
jamás fueron considerados
por los punteros de los relojes
o por la marca de su sombra en el
terreno en que pisó durante
noventa y cinco años de vida.
Juan
Rego fue un hombre vasto y amplio,
un idealista del infinito, que siempre
veía más allá,
siempre se adelantaba a la más
humana imaginación superando
las possibilidades de tener sorpresas,
evitando condicionamientos de innecesarios
entuasiasmos. Antacipando las cosas,
adelantando el pensamiento, penetrando
el futuro, nunca fue hombre de admirarse
ante las novedades, así consideradas
por el común mortal. Cualquier
nueva idea era recibida por él
con la alegría y la calma
de la normalidad y de la rutina.
Todo era natural, todo era posible.
Este
hombre nacido en Bahía, enrijecido
en la vida en los albores de la
creación de Taiobeiras, por
casi un siglo lo acompañó
el trabajo y la suerte, de él
mismo y de mucha gente.
Actor
y asistente de muchos pasajes de
los real, fue un hombre de sueños,
acompañante de la naturaleza
y de las personas. Aventurero de
la seriedad, se tornó desde
muy joven un incansable maestro
de lecturas, compañero (diario
de los libros y de toda gama de
publicaciones, poco importó
la levedad de su paso por la escuela..
Emprendedor de oportunidades para
una siempre creciente sabiduría.
Fue un insaciable estudiante, tanto
en las hojas de papel como en las
papeles de la vida . Un adorado
predestinado de un admirable mundo
nuevo.
Daba
Gracia ver a Juan Rego a los noventa
años, leyendo en francés
y montando a caballo, aconsejando
a los viejos y oyendo a los niños
con la mayor atención del
mundo.
Causaba
espanto seguir a Juan Rego a los
ochenta y cinco años, paseando
y viajando en bicicleta, parando
el frio de aquel planalto casi helado.
Hasta los setenta viajaba en moto,
equilibrado y metódico, seguro
y consciente del poder de la máquina.
Fue
de los primeiros a dirigir los pimeros
fuscas que aparecieron y si no era
um experto chofer también
no era de desdeñar como,
vaquero. Conservó en el alma
la eterna nostalgia de los tiempos
de la tropa, cuando la última
parada quedaba en Buenópolis.
Un civilizador.
Hombre
de fe, místico en el amor,
siempre pareció racional
y abjetivo en el conocimiento. Hombre
de comprensión, un entendido
en las flaquezas del prójino,
nunca tuvo como medida la censura.
Hombre
de caridad, antes del pan, la palabra
de incentivo, la directiva, el encaminamiento.
Durante los muchos años en
que conviví con él,
en las incontables preguntas que
le hacía, en la infinita
mineración del oro de su
sabiduría, y nunca, ninguna
vez, quedé desilusionado.
Fue
siempre un seguro conductor, un
sabio informante elevado postulante
de las más estables certezas.
El evangelis, la buena nueva, fue
siempre su puerto, el camino de
llegada y de salida era como si
lo conociese en todas las direccions,
asimilado, digerido, como organismo
que acepta sin protestas el alimento.
Un sustento consciente, personal
y tranferible.
Juan
Rego fue un hombre feliz. Rico en
la grandeza parcimoneosa, al mismo
tiempo, siempre presente y sutil.
Así como alguien que pedía
permiso para vivir y agradecía
por conseguir el consentimiento.