Ni mi
amiga
y colega
Vera
Lucia
Lopes
Silva,
esposa
del
filósofo
Antonio
Joaquín,
cierta
vez
me dijo
que
yo siempre
escribía
de tal
manera
que
soy
un personaje
más
de la
historia
contada.
Que
siempre
busca
la forma
de penetrar
personalmente
en los
acontecimientos.
Doña
Vera
no me
hizo
esa
observación
como
censura
y afirmó
encontrar
apenas
un lado
curioso
de colocar
las
ideas
en el
papel
presentándome
con
cierto
envolvimiento,
así
como
sucede
con
las
mujeres
en una
historia
de amor.
Es cierto
que
no tengo
defensa
y una
vez
más
vengo
a dar
pruebas
de que
no consigo
escribir,
abstrayéndose
de los
acontecimientos.
No soy
un repórter,
un noticiero
de hechos,
un redactor
objetivo,
imparcial.
Si.
Subjetivista
al fin
me envuelvo
realmente
y con
eso
me doy
por
feliz.
La conservación
explicada
tine
una
razón.
Ahora
mismo
voy
a contarles
una
historia,
bien
conocida
de todos,
noticiada
para
medio
mundo
y para
el mundo
entero,
que
es la
de Tancredo,
en estos
días
de su
muerte
en São
Paulo,
con
su paso
por
muchas
tierras
de este
triángulo
con
Brasilia
y Minas
Gerais.
La televisión,
las
radios,
los
diarios
y las
revistas
nunca
estuvieron
tan
ricos
en acontecimientos
e imágenes,
de conceptos
y opiniones,
de tristezas
y lamentaciones.
El período
prolongado
de la
enfermedad
del
presidente
permitió
organizar
todo,
dar
toques
de perfección
y oportunidad,
un trabajo
de divulgación
digno
de halagar
hasta
para
la prensa
del
interior
de nuestro
país,
más
alejada,
pero
no menos
bien
informada.
En Brasilia,
sumergido
como
nunca
en libros,
folletos,
anotaciones,
transparencias
de retroproyección,
videos,
planos
de clases,
en un
curso
de administración
bancaria,
de una
hora
para
otra,
la noche
del
Domingo,
con
un grupo
de colegas
provenientes
de varias
regiones
de este
inmenso
Brasil;
sentimos
la necesidad
de hacer
un alto
para
la meditación
y acompañamiento
de los
hechos
ligados
a la
muerte
del
inolvidable
presidente
Tancredo.
Si bien
no fue
una
sorpresa
para
nadie,
el movimiento
de noticias
se tornó
tan
efectivo
que
no era
posible
dejar
de participar.
La orden
era
quedarnos
despiertos
hasta
muy
tarde
el Domingo,
y levantarnos
el lunes,
ojos
y oídos
conectados
con
São
Paulo.
Solo
a las
siete,
la televisión
informa
del
Feriado
Nacional,
pero
no obstante
a ello
seguimos
para
el trabajo,
con
la voluntad
de cumplir
las
metas
sin
atrasar,
con
la intención
de regresar
cada
uno
para
su casa
en el
plazo
previsto.
La primera
emoción
es el
paso
por
la iglesia
Don
Bosco,
vecina
nuestra
de la
cuadra
setecientos
tres,
uno
de los
monumentos
más
bellos
de la
arquitectura
de Brasilia
que
visto
de dentro
para
fuera,
toda
construída
de concreto
y vidrios
coloridos,
con
un conjunto
de vitrales
de causar
impacto
en el
más
duro
corazón.
Y en
la mañana
del
lunes,
es saber
de que
fue
allí
el último
lugar
en que
Tancredo
pisó
públicamente
con
sus
propios
pies,
acababa
a cualquier
sentimiento
brasileño.
La belleza
del
trecho,
la blancura
del
piso
de mármol,
los
múltiplos
tonos
de azul
y violeta,
el pesado
candelabro
de cristales,
la sobriedad
de todo
con
apenas
dos
esculturas;
la de
Cristo
y del
Santo
patrono,
todo
marcaba
profundamente
nuestra
memoria,
recordando
Tancredo
allá
sentado
o arrodillado,
ya con
el dolor
espejado
en la
fase,
Doña
Risoleta
toda
cuidadosa,
el pueblo
sintiendo
la aurora
de un
nuevo
tiempo.
Desde
muy
tempranito,
al repicar
de las
campanas
electrónicas
de la
iglesia
Don
Bosco
resucitaba
los
sonidos
placenteros
de las
campanas
mineras
de São
João
del
Rey,
Ouro
Preto,
Sabará
y Diamantina.
¡Que
cosa
má
bella!
El avión
todavía
ni había
salido
de São
Paulo
y ya
veíamos
gentes
de todas
las
razas
caminando
hacia
el aeropuerto,
para
la avenida
central,
para
la Esplanada
de los
Ministerios,
para
los
alrededores
de los
palacios,
por
todas
partes
por
donde
podría
para
el cuerpo
del
gran
presidente.
Nada
emocionaba
más
que
los
colores
verde
y amarillo
con
la tarja
de luto.
Nada
era
más
patriótico
que
las
pequeñas
y las
grandes
banderas
–
que
eran
tres
–
a servir
de amparo
del
sol
caliente
de la
Capital
de la
República.
Viejos,
niños,
señoras,
jóvenes
en sus
máquinas
a toda
velocidad,
burócratas
de traje
y corbata,
caballeros
en bermudas
parados,
caminando,
correndo,
un cartel
inmenso,
maravilloso
de nostalgia
y reconocimiento
a Tancredo.
Lo
que
más
me
emocionó,
sin
embargo,
fue
un
muchacho
mal
vestido,
de
aparencia
realmente
humilde,
rostro
de
tristeza
visible,
que
portaba
un
cartel
de
letra
rústica,
trazada
para
quien
aprendió
poco
en
la
escuela,
pero
mucho
en
la
vida.
Allí
estaba
escrito.
ADIOS
TANCREDO,
PERO
EL
CIELO
PODÍA
ESPERAR