Para mí,
aunque un juego de jóvenes,
es un acto de violencia quitarme,
en el silencio de la noche, mi tronco
de madera de doce años de
servicio.
Es un pedazo de madera vieja estropeada
por el sol y la lluvia, sufrido
por los maltratos de la muchachada,
pisado, rodado, empujado.
Es muy primitivo, con profundas
hendiduras del próprio corte
del hacha, sin cáscara, un
eterno banco de fin de calle, pero,
es mío, de mi familia, incluyendo
las señoritas que viven en
nuestra casa.
Me explico mejor. Cuando nos mudamos
para la casa nueva, también
en la calle San Sebastián,
próxima al camino del Pequí
(que me perdone Yara) o calle Coronel
Francisco José Souto, en
la confección de dos mesas,
nos sobró un pedazo redondo
de madera, que no pudo ser usado
por no ser de buena cualidad y por
estar un poco estropeado.
Fuera de uso, fue colocado en la
puerta de la calle, encima de la
acera, bien pegado al muro, como
si fuese un banco o un cepo acostado.
Fue una belleza, útil todos
estos años, un óptimo
lugar para conversar con los vecinos,
un punto para enamorar las criadas,
una recepción avanzada de
los muchachos y muchachas por sus
amigos también jóvenes.
Durante doce años, nuestro
tronco permaneció allí,
como una fortaleza, una garantía
de buenos encuentros, un marco de
mucha felicidad doméstica.
Los vecinos se acostumbraron con
él. Servía hasta de
punto de referencia cuando la gente
llegada en taxi: “¡Pare
en aquel portón, donde está
el tronco!” Y los choferes
entendían de inmediato...
Pues, un día sucedío
lo peor: nuestro tronco desapareció.
Mientas yo viajaba de Brasilia para
Montes Claros, en la noche del seis
para el siete de septiembre, cuando
venía para conmemorar mis
cincuenta años de vida y
los ciento sesenta y dos de la Patria.
Ya de madrugada, sentí su
falta. Fue una tristeza.
Cuando la gente de casa se despertaron,
a pesar de estar atareados, sintieron
el mismo trauma, una falta importante
y constrangedora.
El tronco se perdió, se perdió
misteriosamente.
Ya recuperados de la pérdida,
consolados todos, acostumbrados
a una ausencia, Olimpia va a Belo
Horizonte y allá, Wladenia
le da la noticia que leyera en el
periódico: el tronco había
sido detenido por soldados del Ejército.
Estaba preso, retirado o depositado
en la Delegación de la Policía,
lo que todo indicaba que había
sido objeto de una posible conspiración,
un sabotaje al desfile de la Independencia.
Resultó que unos jovencitos,
parece que dos, de mediana estatura,
cabellos lacios, aparentando unos
veintidos años, de espejuelos,
montados en un auto Gol blanco,
habían elevado el tronco
para la avenida en frente al Colegio
Inmaculada, justo por donde el desfile
debía pasar y como la seguridad
necesitaba del paso libre les calló
detrás corriendo a los bromistas
(o saboteadores, quien sabe lo que
se esconde en sus corazones) y levaron
el “extraño objeto”
para la cárcel de la calle
Doctor Veloso, anunciando el acontecimiento
para ser debidamente aclarado.
Fue así, casi mismo, que
el periódico lo contó.
Pues bien, de vuelta a Montes Claros,
ya todavía en Brasilia. Olimpia
me cuenta la historia por teléfono.
Que nuestro tronco estaba preso
y precisaba ser liberado.
Un caso complicado en la justicia,
o mejor dicho, en la Polícia,
envuelta en problema de seguridad.
¿Debía, o no debía,
accionar al abogado de la familia,
para liberar nuestro tronco de las
redes de la ley? Claro que eso sería
lo correcto, le respondí
¿João Wlader no es
abogado? Es una buena causa, si
no que rinda, por lo menos bien
interesante. Que él coloque
sus conocimientos jurídicos
en defensa de nuestro tronco.
Que fuese a conversar con el Señor
delegado, uai. La patria y nosotros
fuimos víctimas de una injusticia,
de un acto inpensado de los jóvenes
del Gol blanco.
Ahora, además de nuestro,
el tronco es patrimonio nacional.
João Wlader, abogado, fue,
conversó, explicó,
mucho habló de nuestro amor
por el viejo compañero de
hacía ya doce años.
Serio, en principio, con autoridad,
el Delegado acabó hallando
gracioso todo lo que había
sucedido. Todo el mundo, en la Delegación
de la Polícia, parece que
sabía sólo de una
parte de lo sucedido y el desenlace
fue una alegría.
El viejo tronco de vuelta como una
persona querida que marca nostalgia.
Una fiesta y cuantas risas, incluso
la mía, a mi regreso a Montes
claros. Es la vieja y conocida historia
de la oveja perdida.
Pero, ¿sabe lo que sucedió?
El destino nos desparó otra
obra: cuando llegó la Primavera,
en otra madrugada, alguien, de nuevo,
llevó nuestro tronco.
El frente de nuestra casa está
limpia, desamueblada. También
una parte secreta de nuestro corazón...
Parece que nuestra suerte es quedarnos
sin él.
Paciencia...