Wanderlino
Arruda
Fue
en
un
mes
de
febrero,
treinta
y
dos
años
después
cuando
regresé
para
rever
mi
tierra:
San
Juan
del
Paraíso.
Fue
en
aquel
febrero
bravo
de
tantas
inundaciones,
carreteras
intransitables,
con
un
mundo
de
dificultades
para
llegar
allá
partiendo
de
Taiobeiras.
Fue
después
de
un
largo
viaje
por
Valencia
y
Nazaret,
por
Itaparica
y
Salvador,
andanzas
de
mucho
ojear
por
el
cielo
y
por
el
mar.
En
San
Juan,
entramos
un
día
de
intensa
luz
después
de
las
lluvias.
Y
conmigo
estaban
Olimpia,
Rizzia
y
Gracielle,
al
mismo
tiempo
que
buenos
amigos
como
Joaquín
del
banco
la
Caja
Económica,
Mario
Portugués
y
mis
cuñados
Anderson
y
Nelmy,
todos
para
dar
mayor
prestigio
al
hijo
que
regresaba
a
casa.
En
las
calles,
Lauro,
colega
de
la
primaria,
hacía
la
sorpresa
con
muchos
carteles
de
saludo,
todo
muy
grato,
demasiado
bueno
para
los
ojos
y
para
el
alma.
Visitas,
encuentros,
presentaciones,
un
rememorar
de
nostalgias,
un
revivir
de
viejos
y
bien
guardados
recuerdos,
una
alegría
aquí,
una
decepción
allí,
porque
ni
todo
lo
que
el
corazón
guarda,
queda
inmune
a
la
acción
del
tiempo.
Jóvenes
transformados
en
viejos,
viejos
ya
no
en
vida.
El
paisaje
ya
no
es
el
mismo
y
aunque
con
las
mejorías
del
progreso,
es
diferente.
Ya
no
es
más
el
puente
de
los
baños
de
los
niños
encueros
y
de
jóvenes
lavanderas,
ya
no
es
más
el
cañaveral
sin
fin,
ni
la
sierra
verde
oscuro
nuevecita;
el
cesped
de
la
plaza
sustituido
por
el
pavimento
y
los
garajes
de
gasolina;
el
matorral
del
cementerio
ya
es
un
barrio
nuevo,
todo
cambiado.
Los
ojos
procuran,
el
corazón
deplora
toda
la
ausencia
de
eternidad
en
las
cosas
y
en
las
personas.
Oh!
Cuanta
falta!
La
noche,
el
lanzamiento
de
mi
libro,
en
la
Matriz,
el
louvar
de
los
discursos,
las
explicaciones,
los
abrazos,
el
rodar
de
tranquilas
lágrimas
de
gratitud
al
pasado,
la
riqueza
de
los
buenos
recuerdos
que
sólo
la
infancia
puede
dar,
la
mirada
reverente
de
jóvenes
profesoras
al
camarada
más
viejo,
enmadurecido
por
los
duros
dolores
de
la
vida.
Olimpia
me
pregunta
bajito
que
pasa
por
mi
cabeza,
en
cuanto
miro
la
vieja
iglesia,
oigo
la
antigua
campana,
siento
nostalgia
del
paisaje
pisado
por
los
pies
descalzos
en
tiempos
distantes.
Qué
responder?
Las
cosas
que
pasan
por
el
sentimiento
son
superpuestas,
principalmente
las
de
mi
padre,
todavía
joven.
De
mi
abuelo
Vicente
y
de
Doña
Adelina,
mi
profesora
gorda
y
clara.
Llega
el
segundo
día
y,
en
cuanto
dura
el
día,
un
viaje
por
el
Campo
Cipó
para
visitar
a
los
tíos
Julio
y
Diolina,
el
paso
por
la
Laguna
de
la
Venada,
por
el
río,
por
los
mangales,
la
procura
de
las
viejas
carreteras
por
donde
acostumbraba
pasar,
yendo
para
la
casa
de
María
de
Silvina,
el
camino
de
la
hacienda
del
Doctor
Osorio.
Cada
recuerdo,
ahora
el
clip
de
una
fotografía,
la
promesa
íntima
de
pintar
un
cuadro.
En
la
vuelta,
por
la
noche,
después
de
la
comida,
la
conferencia
en
la
escuela,
una
especie
de
acierto
de
cuentas,
un
deshilachar
los
sueños
vivos,
un
voto
de
confianza
y
un
incentivo
a
las
nuevas
generaciones.
Más
de
tarde,
el
paseo
por
las
calles,
el
atol
de
maiz
en
el
comedor
de
Doña
Benziña,
el
café
com
biscochos
por
invitación
del
padre
Juan,
madeirense
culto
y
amigo
solícito.
Fue
durante
el
café,
sentados
en
duros
bancos,
brazos
sobre
una
mesa
larga
sin
mantel,
de
aquellas
hechas
com
madera
robusta,
que
decidí
hacer
un
comentario
sobre
mi
primer
profesor,
el
viejo
Joaquín
Rolla,
maestro
de
regla
y
palmatoria,
de
loza
y
tablada,
de
norma
y
abece.
Hablé
de
la
escuela,
de
los
colegas,
describí
los
objetos.
Cuando
iba
a
mostrar
que
me
recordaba
también
de
los
muebles,
Cristovina,
la
anfitriona,
sonrió
maliciosamente
y
con
un
brillo
en
la
mirada,
me
hizo
arrancar
de
dentro
el
más
querido
de
mis
recuerdos,
pues
en
aquella
mesa,
en
aquellos
bancos,
todo
aquel
ambiente
era
mi
primera
aula.
Había
yo,
por
acaso,
olvidado
de
que
era
la
hija
del
profesor?
Estaba
allí
el
mayor
regalo
a
mi
corazón.