Wanderlino
Arrudo
Para
sentir
nostalgia
del
mercado
viejo
de
la
plaza
Doctor
Carlos
hay
que
tener
algo
más
de
treinta
años,
aquella
misma
edad
en
que
un
jugador
de
fútbol
ya
anda
queriendo
dejarlo
o
ser
dejado
por
el
club.
La
gente
con
menos
de
veinte
años
de
Montes
Claros
o
no
lo
conoció
o
no
se
recuerda
bien
del
viejo
caserón,
que
marcó
tanto
nuestra
juventud,
ya
que
era
un
sitio
de
paso
obligatorio
o
de
trabajo
y
de
ganarse
el
pan.
Viejo,
sucio,
defectuoso,
marcado
por
las
huellas
profundas
del
tiempo,
no
obstante,
una
construcción
hecha
con
aire
de
suntuosidade,
grandulona,
Ilena
de
inmensas
puertas
y
anchas
ventanas,
oscuras
y
claras
al
mismo
tiempo,
dependiendo
del
ángulo
de
observación.
Tan
amplio
y
espacioso
que
abarcaba
toda
la
plaza
entre
las
calles
Rua
Barbosa
y
Coronel
Antonio
de
los
Ángeles
y
entre
la
San
Francisco
y
la
Doctor
Carlos,
donde
hoy
queda
el
cementón.
Celador
de
la
vida
agitada,
en
el
mercado
comenzaba
el
barullo
ya
de
madrugada,
a
partir
de
las
cinco,
cuando
los
caballos,
los
burros,
las
bestias
y
los
mulos
de
carga
cogiendo
fuerzas
eran
amarrados
en
los
árboles,
en
las
argollas
y
en
los
postes
destinados
a
ellos
por
la
alcaldía.
La
sacos
de
cuero,
las
bolsas
y
las
cestas
eran
cargados
con
calma
para
los
laterales
del
lado
de
fuera
y
de
dentro,
cada
uno
creyéndose
dueño
del
lugar,
por
ser
ya
tradicional
o
por
haber
Ilegado
primeiro.
Fila
no
existía,
cuando
mucho
más
una
hilena
en
el
suelo,
formando
montoncitos
de
fruta
maxixe,
de
panas,
de
pequis,
saquitos
de
frijoles
andú,
de
frijoles
en
rama,
de
arroz
con
cáscara,
de
remedios,
os
montones
de
raíces
de
mandioca,
de
papas,
de
melones,
de
calabazas,
de
puerco
o
moranga.
Era
un
colorido
que
daba
gusto,
donde
no
faltaban
las
naranjas,
los
bacuparis,
las
mandarinas,
limones
maduros
y
verdes,
la
pimienta
de
olor.
Había
también
barracas
de
lona,
con
mesas
toscas
y
rudimentarias
donde
eran
vendidas
las
tajadas
de
requesón
y
dulce
de
toronja,
pedazos
de
queso
y
raspadura.
Habitualmente,
había
también
un
jarrón
de
barro
con
vasos
hechos
de
latas
y
hojas
de
flandres
para
vender
refresco
de
morenita
con
bicarbonato,
coloridas
y
transparentes
de
hacer
la
boca
agua.
Para
que
no
se
calentasen
las
botellas
y
los
litros
eran
colocados
siempre
en
la
sombra,
así
como
los
vasos
de
cristal,
sumergidos
en
una
palangana
de
aluminio
Ilena
de
agua.
Cuando
el
cliente
quería
beber,
el
vendedor
sacaba
el
vaso
del
agua,
lo
sacudía
para
escurrirlo
y
echaba
el
bicarbonato
con
una
cucharita.
Para
verter
el
refresco,
levantaba
bien
la
vasija,
haciendo
una
linda
espuma.
Del
lado
interior,
principalmente
en
las
puertas
de
las
calles
Coronel
Antonio
de
los
Ángeles
y
de
Rui
Barbosa,
se
encontraban
los
vendedores
de
carne,
con
tendederas
y
mesas
grasientas,
Ilenas
de
tiras
de
tocino,
de
tripas,
de
cebo
y
de
vísceras.
La
carne
salada
y
las
más
frescas
eran
colgadas
en
ganchos
como
lo
más
natural
de
la
muestra.
En
el
piso,
aquellos
huesos
grandotes,
las
cabezas,
las
espaldas,
las
patas
sin
cascos,
los
rabos,
los
menudos
rojos
oscuros.
Lindos
de
verdad
eran
los
pedazos
de
bucho
blanquitos,
bien
limpios,
Ilamativos
al
lado
de
la
carnes
de
puerco
y
de
los
vasos.
De
vez
en
cuando
había
una
oferta
de
caza,
una
cotia,
un
cuarto
de
venado,
un
tatú,
un
sabalé
o
una
codorniz.
El
pescado
estaba
casi
siempre
separado
para
no
mezclar
los
olores,
siendo
los
más
bonitos
los
dorados
y
las
pencas
de
lambarís
normalmente
ya
secos
y
salados.
No
obstante,
lo
más
interesante
era
el
paisaje
humano,
gentes
de
todos
los
tipos,
en
un
ir
y
venir
digno
de
admiración,
casi
siempre
en
un
interminable
regateo.
Había
también
muchos
barcitos
donde
el
aguardiente
corría
a
ríos,
pura
o
mezclada
con
remedios
u
hojas
para
darle
una
coloración
más
agradable.
Me
recuerdo,
con
nostalgia,
de
los
quioscos
de
Jonas
Almeida
y
de
Tiano,
al
parecer
los
más
movidos,
donde
los
clientes
eran
atendidos
con
mayor
cordialidad
y
donde
podían
dejar
los
tarecos
mientras
hacían
un
recorrido
para
encontrarse
con
los
vecinos,
amigos
y
conocidos,
o
simplesmente,
para
darle
una
ojeada
al
entorno.
Todo
era
muy
familiar
como
en
una
gran
de
parientes,
donde
el
barullo
y
la
algazara
convivían
con
la
prisa
de
las
amas
de
casa
que
compraban
las
verduras
poco
antes
del
almuerzo.
¿Será
qu
evale
la
pena
buscar
el
rastro
de
la
nostalgia?