No
existía
la
Calle
Lafetá,
desembocando
allí
en
la
Calle
Carlos
Gomes.
Allí
sólo
había
el
esplendor
del
Alhambra,
una
casa
de
mujeres
muy
finas,
comandada
con
mano
de
hierro
por
Ana
Reis,
una
organización
que
daba
gusto.
La
Calle
Lafetá
sólo
fue
abierta
hacia
el
final
de
la
administración
del
Capitán
Enéas
Minero,
cuando
éste
la
unió
con
la
Calle
Visconde
de
Ouro
Preto
que
hasta
hoy
conserva
tal
nombre.
Era
en
esse
encuentro
de
ambas
esquinas
donde
quedaba
el
Casino,
casa
de
fiestas,
de
juegos,
de
encuentros,
que
tenía
en
la
placa
el
respetable
nombre
de
Club
Minas
Gerais.
Al
lado,
en
vuelta,
cerca,
lejos,
decenas
de
casas
de
mujeres,
con
las
ventanas
apiñadas
de
propaganda,
con
anuncios
de
quien
precisaba
acatar
las
exigencias
de
las
famílias
vecinas.
Durante
el
día,
cierto
respeto.
Ahora
bien,
por
la
noche,
era
hora
de
diversión,
se
podía
levantar
el
tono
de
la
música
que
era
tiempo
de
placeres.
Todos
los
hombres,
teniendo
dinero,
estaban
convidados.
Fue
por
causa
del
casino
que
no
me
pude
quedar
viviendo
en
la
Pensión
de
D.
Ismenia
en
la
Plaza
de
Los
Deportes.
No
estaba
bien,
para
un
niño
todavía,
toda
hora
estar
pasando
frente
a
las
llamadas
casas
de
tolerancia.
Aunque
subiese
por
la
Calle
San
Francisco,
por
la
Carlos
Gomes
o
por
la
Altino
de
Freitas,
por
la
Calla
Lafaiete,
ahí
ni
pensarlo,
allí
era
el
centro
de
todo,
la
capital
del
pecado.
Un
maestro
conocedor
de
la
situación
el
Dr.
Carlyle
Teixeira,
mi
consejero,
me
mandó
para
la
pensión
de
Doña
Tonica,
lugar
de
gente
mucho
más
seria.
De
allá
para
la
Imperial,
durante
el
día,
o
para
el
Colegio
Diocesano
durante
la
noche
en
un
saltico,
y
bien
y
salvo
de
la
perdición...
Así
era
más
seguro,
pensaba
él.
Lo
gracioso
es
que
a
pesar
de
todo
esse
cuidado,
por
ser
amigo
de
Anibal
Rego,
que
era
amigo
de
el
Alhambra,
para
oir
radio
o
escuchar
historias
y
conversaciones
de
las
mujeres
de
lujo,
no
sé
como
yo
encontraba
tiempo
para
eso.
El
casino
yo
lo
veía
desde
arriba,
desde
el
balcón
allá
adentro
la
orquesta
o
un
tipo
de
banda
regional
dirigido
por
Godofredo
Guedes,
un
maestro
con
el
clarinete,
al
dedillo
tocaba
boleros,
tangos
y
viejas
músicas
de
jazz.
Con
dieciseis
años
apenas,
entrar
en
la
fiesta
estaba
fuera
de
cualquier
posibilidad.
Este
derecho
quedaba
con
los
muchachos
más
viejos
como
Geraldo
Borges,
Geraldo
Avelar,
Eduardo
Cunha,
Ildeu
Gonzaga,
Carlúcio
Athayde,
o
de
jovencitos
osados
como
Dedeto
Prates.
De
todos
los
frecuentadores
de
las
casas
de
mujeres,
el
más
importante,
el
mayor
galán
era
Eduardo
Cuña.
Gran
fino,
boniton,
rico,
vivía
la
época
de
oro
de
los
dueños
de
camiones.
La
noche
que
el
llegaba
de
Taiobeiras,
toda
la
pensión
de
Doña
Ismenia
solo
se
hablaba
de
sus
aventuras,
del
cuidado
que
el
tenía
con
las
ropas,
con
los
zapatos
con
el
perfume,
en
el
dilatado
afeitado.
Los
hijos
de
Nego
de
la
O,
que
venían
de
Salinas,
Gildasio
Ramos
que
al
parecer
ya
vivía
en
Montes
Claros,
todos
se
quedaban
alvorotados
para
acompañarlo,
tirando
un
pedacito
de
su
éxito.
Era
un
espetáculo
para
todos
nosotros,
los
más
nuevos,
era
algo
más
sensacional
que
un
episodio
del
serial
que
exhibían
en
el
Cine
Coronel
Ribeiro.
Dicen
que
con
Dudú,
hasta
Nivaldo
y
benedicto
Maciel,
los
dueños
de
la
noche,
se
quedaban
ofuscados.
Montes
Claros
se
curvaba
ante
Taiobeiras.
Fuera
de
eso,
en
otro
circuito
de
quien
sólo
se
oía
hablar,
las
historias
corrían
por
cuenta
de
un
rico
comerciante
llamado
Kalil
de
Ludendorff,
de
José
de
Souza
Zumba,
de
Benjamin
Moura,
y
de
jóvenes
doctores
bien
conocidos,
entre
ellos
Mario
Ribeiro,
João
Vale
Maurício
y
Konstantin
Christoff,
todos
gran
finos,
elegantes
y
bien
de
vida.