Wanderlino
Arruda
El
día,
yo
me
recuerdo
bien,
era
sábado,
un
sábado
de
mucho
sol,
sin
exagerar.
La
hora
era
más
o
menos
aquel
exacto
momento
cuando
uno
comienza
a
sentir
el
deseo
de
tomar
café,
después
de
la
pausa
del
almuerzo,
cuando
ya
no
se
acuerda
más
del
sabroso
gusto
de
alguna
cosa
de
la
que
se
haya
gustado.
Digamos,
más
o
menos
allá
por
las
dos
y
media
para
las
tres,
porque
no
es
necesario
quedarse
mirando
para
el
reloj
a
cada
instante,
aún
más
un
sábado
o
un
domingo,
que
no
es
el
día
del
patrón.
Lo
que
es
importante
es
que
es
la
hora
de
lla
alegría,
hora
agradable
cuando
me
encuentro
mucho
más
en
paz
con
la
vida
sin
preocupación
alguna,
tarea
marcada,
hora
de
ver
y
oír
lo
real
y
hasta
lo
imaginario.
Del
local
también
me
recuerdo,
porque
una
calle
alegre,
bien
amplia
y
larga
de
perder
la
vista,
un
pequeño
declive
de
no
dejar
agua
estancada,
un
bonito
reflejo
de
la
luz
que
forma
un
hilo
de
espejo
que
demarca
las
siluetas
de
los
árboles
y
plantaciones,
de
casas
y
casonas.
¿El
nombro
de
la
calle?
Yo
bien
sé
el
nombre
de
la
calle,
pero
no
deseo
mencionarlo,
porque
una
calle
con
nombre
es
algo
muy
personal,
a
veces
es
bueno
no
identificar
el
lugar
de
nuestros
sueños.
Del
barrio
no
guardo
secreto,
es
el
barrio
Jardín
Palmeras,
allá
bien
atrás
del
Batallón
de
la
Policía,
del
el
barrio
Delfino
Magalhães,
calles
Ilenas
de
gente,
de
pocas
esquinas
con
cuadas
bien
grandes.
Yo
estaba
sentado
dentro
del
carro,
en
el
asiento
al
lado
del
chofer,
el
radio
encendido
con
música
suave,
en
un
momento
de
suerte,
distraído,
mientras
esperaba
por
un
amigo
que
entrara
en
una
casa
vecina.
¿Al
timón
acompañando
la
música?
Creo
que
sí,
porque
existen
momentos
en
que
uno
hace
de
todo,
ve
todo
y
acaba
no
viendo
nada
como
si
en
un
estado
de
éxtasis
o
en
gratificante
distracción,
todo
vago
y
con
el
tiempo
libre.
En
veradade
sin
fijar
mucho
el
objetivo
en
el
foco
de
atención,
yo
veía
todo
en
aquel
sentido
mayor
de
la
propia
universidad.
Veía
la
vida
y
a
los
vivientes,
veía
el
mundo
y
las
cosas
del
mundo,
veía
los
colores
y
los
coloridos
que
las
cosas
permiten
ver.
Buenos
momentos
aquellos
de
felicidad.
Y
mirándolo
todo,
yo
vi
un
montón
de
ladrilhos,
cerca
de
un
una
loma
de
piedras
y
más
cerca
aún
de
otra
loma
de
arena.
Del
fond
odel
patio,
serio
y
pensativo
sale
un
hombre,
un
señor
con
apariencia
de
unos
cincuentas
años,
nadie
sabe
si
padre
o
abuelo.
Es
tiempo
de
trabajo
y
la
tarea
es
cargar
de
afuera
para
adentro
el
material
de
construcción,
lo
que
él
hace
con
un
movimiento
firme
de
la
pala,
del
piso
para
adentro
de
una
carretilla.
Lleno
con
la
carga,
ni
mira
para
los
lados
y
contiúa,
pesado.
Dos
o
tres
veces,
la
misma
operación
y
parece
encarar
todo
como
si
fuese
un
trabajo
normal,
una
especie
de
complemento
de
lo
que
hizo
durante
toda
la
semana
sin
novedad
alguna.
Ahora,
no
obstante,
todo
es
diferente;
cuando
al
regreso
con
la
carretilla
vacía
dos
niñitos
se
montan
en
ella,
con
las
piernas
recogidas
y
las
manos
para
arriba
en
una
actitud
de
aplaudir,
sonrientes,
habladores,
de
espaldas
para
la
rueda,
para
poder
mirar
y
agradecer
al
conductor.
Repetidas
muchas
veces
la
escena,
alegría
graduada,
felicidad
a
flor
de
piel,
el
viejo
queda
cada
vez
más
participativo
en
la
vida,
el
trabajo
pasa
a
ser
un
placer,
la
hora
del
trabajo
se
transforma
en
momento
de
diversión.
Nada
más
lindo
que
una
actitud
de
amor,
un
gesto
de
ternura,
un
cruce
de
simpatías,
una
relación
de
puro
afecto.
Me
quedo
estático
y
el
mundo
desaparece
de
mi
campo
visual
nada
más
existe
además
de
aquellos
tres
personajes
y
del
pequeño
gran
escenario
de
cariño
y
amistad.
La
vida
alcanza
ahí
la
más
expresiva
forma
de
sentimiento
y
valor.
¡Vivir
es
maravilhoso!